Mis primeros encuentros con el vino (I)
¿Cuál era el paisaje del vino español que me encontré a finales de 1974? En esta fecha comencé a trabajar en el vino.
Hasta los años Setenta las marcas de vinos finos embotellados que figuraban en los escaparates eran minoría sumergidas en un sinfín de marcas de licores, vermuts y coñacs. La publicidad generosa y permitida de aquellos tiempos, facilitó el mayor auge de estas bebidas en comparación con el vino. Las bodegas históricas riojanas proyectaban un mensaje marquista más allá del nombre Rioja que se perfilaban como origen territorial pero no como Denominación. En algunas etiquetas no aparecía la palabra Rioja, pero sí la localidad como Haro, Cenicero o Elciego. La indicación geográfica del vino estaba identificada con una precinta en el cuello de la botella que obviamente se pegaba a mano cubriendo el tapón. La precinta y fenómeno de la malla de alambre utilizada para los vinos de cierta alcurnia, era un signo de autenticidad a prueba de falsificaciones. Los subtítulos como Gran Reserva Especial, Reserva de la Familia determinaban una categoría superior vinculada a la mayor vejez del vino.
Durante los años posteriores a la filoxera, las bodegas eran simplemente centros de producción y en algunos casos de embotellado. En algunas bodegas la razón social estaba en Bilbao y Madrid principalmente. Era más fácil la redistribución del vino desde Madrid que desde los centros de origen ya que la comunicación terrestre con la capital era más fluida que desde la Rioja. El vino llegaba en barricas por tren y conforme venían los pedidos se embotellaban en las oficinas propias de la capital. Esta fórmula se abandonó a partir de la Guerra Civil. Aunque era normal que la facturación se siguiera haciendo en estas delegaciones, es a partir de los años Setenta cuando la gestión poco a poco se fue trasladando a la bodega. Desde las delegaciones propias o “despachos de vinos” la actividad comercial era importante.
Paternina tenía sus oficinas en la calle Sagasta, López de Heredia en Ventura de la Vega 1, Murrieta en la calle Marqués de Villamejor 8 y Franco Españolas a cargo de la distribuidora madrileña Varma, y Marqués de Riscal en la Cuesta de Santo Domingo.
Los vinos de alta gama se empaquetaban en cajas de madera y las botellas protegidas con fundas de paja. Un regalo de una caja de vino riojano tenía cierta trascendencia habida cuenta de que el precio era proporcionalmente mayor que hoy y el poder adquisitivo menor.
Hasta finales de los Setenta los vinos de Jerez eran el atrezo folclórico de una Andalucía en donde el jerez se bebía a granel en las tabernas y tabancos de Andalucía y se embotellaba una pequeña cantidad para ilustrar los escaparates de los ultramarinos y licorerías, así como también los mostradores de los restaurantes y las casas de postín. Es cierto que en casi todos los hogares siempre había una botella de jerez abierta, sin distinguir si era un fino, amontillado u oloroso. Quizá fuera por su uso para el sorbo ocasional y como condimento en la cocina. Jerez miraba con desdén el mercado nacional que solo representaba como mucho un 20 por ciento, mientras que para el vino de Rioja la proporción era inversa.
El vino de Jerez era el estereotipo del orgullo nacional. La iconografía andaluza de las soleras, caballos, toros y copita en mano de mujeres morenas, convirtió al jerez en el “vino de España”, más que un “vino español”. El franquismo, sobre todo a través del cine, se encargó de difundir la imagen andaluza como retrato de todos los españoles, posiblemente como agradecimiento por ser el territorio que se adhirió antes que ninguno al entonces llamado “Alzamiento Nacional”. Incluso, la película Bienvenido Mister Marshall nos presenta un pueblo castellano, Villar del Río, con un clima costumbrista andaluz. Cuando viajábamos al extranjero, nos pedían que bailáramos flamenco y que supiéramos torear.
Todavía entrando en los Setenta España bebía más vino (contando con los que lo bebían con gaseosa que era el 65 por ciento) que cerveza, a pesar de costar más caro. El precio de un botellín de cerveza de 330 ml, con envase retornable, costaba 18 pesetas, equivalente a 54 pesetas el litro, mientras que el litro de vino costaba 65 pesetas. Este consumo era inverso diez años antes en un Madrid donde prácticamente reinaba la cerveza El Águila y el gasto de vino alcanzaba los 70 litros por persona.
El consumidor medio y bajo provisto de botella propia se surtía de vinos a granel de los bares, tabernas y de algunas tiendas de ultramarinos. Una práctica ya en regresión ante el crecimiento de la botella retornable y la de litro “6 estrellas”.
Como todos sabemos, la historia nos cuenta un hecho trascendental en este año: la muerte de Franco. Aquel “caudillo” que nos dejaba muy claro lo que debíamos decir y hacer y lo que no. Con el fallecimiento del Invicto comienza un interés por parte de la sociedad española hacia una cultura desconocida pero apasionante. Todo lo que se podía crear y difundir desde esta fecha histórica tenía todos los mimbres de novedad, o al menos así nos parecía. Cualquier intento de cultura pedagógica del beber era recibido con curiosidad, más que interés, porque hasta entonces existían dos modelos: la cultura literaria del vino de nuestros escritores y poetas y la cultura científica de los químicos y agrónomos muy apartada de la lectura divulgativa.
Cuando en aquel año monté mi primer negocio vinícola (un club de venta por correspondencia de vinos locales), el paisaje matritense en relación a los “caldos” (este era el sinónimo que utilizábamos como un adorno intelectual) que se bebían estaba constreñido al rioja y al valdepeñas. El primero para el fin de semana y el segundo para el resto. Los más enómanos buscaban tabernas especializadas en vinos de localidades concretas, como Navalcarnero, San Martín de Valdeiglesias, Méntrida, Arganda y Cebreros. Era muy arriesgado pedir un vaso de rioja en un bar de una botella abierta ya que probablemente su contenido tuviera un oscuro origen. El vino que se bebía en bares y tabernas era en gruesos vasos de vidrio, mientras que en los restaurantes se servía en copas de dos colores: el tinto en copas transparentes de vidrio ordinario y el blanco de color verde. Prácticas que se erradicaron 10 años después.
Otro de los vinos que se apreciaba mucho en la capital, pero a nivel de aficionados y viajantes comerciales que utilizaban el coche, era el vino blanco de Rueda, ya fuese generoso o simplemente para acompañar la comida. El abastecimiento corría a cargo de los propios consumidores a base de garrafa adquirida en las tiendas de la localidad de Rueda ubicadas en la carretera nacional VI. Una parada obligada de viajantes y domingueros.
En cuanto a los vinos riojanos, estaban dirigidos a la alta hostelería cuyos comensales durante el periodo franquista no podían beber el vino francés de sus antepasados por los elevados aranceles. Los más introducidos en la hostelería eran Paternina, Cvne Tercer Año “clarete” y Monopole, líder de los blancos riojanos, y el Imperial que se servía en las mejores mesas de Zalacaín, Jockey, Club 31 y Horcher, Asimismo, en los casinos y los cotos cerrados de los clubs, como La Gran Peña, el Casino Militar y el Casino de Madrid se descorchaba el Viña Ardanza y los de Bodegas Riojanas con su Viña Albina, y algo menos Monte Real y casi siempre el eterno Monopole blanco de Cvne. En la gama inferior dominaba Carta de Plata, Berberana y Campo Viejo. Entre las marcas no riojanas sobresalían la manchega Estola, Luis Mejía, Félix Solís y Visan con su Santa Cruz de Mudela, el más “francés” de los valdepeñas.
Como dije antes, el vino de Rioja era más caro con respecto a hoy y su prestigio mayor debido más a las diferencias con los del resto las zonas y al hecho de ser, después de Jerez, los primeros vinos embotellados que llegaron a los restaurantes. Más tarde, con la implantación de las llamadas bodegas industriales (Olarra, Lan, Paternina, Beronia, Montecillo, etc..) el vino riojano se socializó con una oferta más barata.
Al margen de los graneles, muy extendidos por todo el país, la mayoría de las marcas que circulaban en esos momentos en España se comercializaban localmente, ya que la distribución en las grandes ciudades solo se la podían permitir las grandes bodegas.
Estos vinos locales fueron el combustible que me puso en marcha para descubrirlos y trazar el camino de mi vida con el vino a partir de aquel verano de 1975 cuando comencé a recorrer España a la búsqueda de vinos desconocidos.
¿Cuál era el paisaje del vino español que me encontré a finales de 1974? En esta fecha comencé a trabajar en el vino.