El gran salto adelante del vino
Echando un vistazo a la historia vinícola vivida, me he convencido de que a finales de la década de los Ochenta y la primera mitad de la década siguiente se consolidó el gran cambio del vino no solamente en España sino también a nivel planetario. Irrupción de las nuevas tecnologías relacionadas con la asepsia y el control térmico para llevar artificialmente el frescor del norte al calor del sur, una mirada más profunda a las variedades y una mejor preparación de los enólogos. Es más, si hubiera que dar una fecha de sus primeros retazos me remontaría a diez años antes.
En este periodo los franceses comenzaron a mirar con otros ojos los vinos californianos con una mayor maduración de las viñas inducidos por las pautas enológicas que impuso Michel Rolland y por el ventilador mediático de Robert Parker. Los italianos dieron un golpe de timón dejando de exportar el “american lambrusco” capitaneado por Enzo Rivella para sustituirlos con vinos más caros con el éxito de los supertoscanos. España se acicalaba en la viña y los viñedos riojanos de tempranillo que se plantaron en los Ochenta sobre suelos infectados de potasio comenzaban a dar su perfil varietal y las primeras reacciones para desechar miles de barricas viejísimas deterioradas. Otros países se pusieron las pilas y las diferencias tanto en tecnología y elaboración se fueron reduciendo. Los vinos eran mejores, alcanzando una calidad semejante entre ellos.
En noviembre de 1993 escribí un editorial en la revista Sibaritas, que más abajo reproduzco, en donde tuve mi primera reflexión sobre el cariz que iba tomando el vino a escala mundial gestándose lo que más tarde se llamaría el vino global. En ese artículo atisbaba lo que comenzaba a ser una realidad. Han pasado 28 años y las cosas no han cambiado mucho.
Momento de reflexión (Editorial: noviembre de 1993)
La historia del vino ha estado marcada por ciclos de moda. El siglo dieciséis fue el auge del blanco, el diecisiete del clarete, en el dieciocho llegaron los rancios y generosos y en el diecinueve los tintos envejecidos en roble.
Con carácter general y hasta la segunda mitad del pasado siglo, hubo una devoción inusitada al grado alcohólico; después vino el culto al vino viejo y hoy parece que entramos en una serena reflexión como resultado del nacimiento de la Enotecnia. Nada de lo que antes se hacía ha dejado de hacerse hoy con la única diferencia que se hace mejor. De lo que sí estamos seguros es que esa religión de escamotear el grado y de lo viejo es agua pasada y no volverá.
La reflexión surge precisamente porque esa ciencia, que ha permitido elaborar perfectamente sin la experiencia de la tradición, ha conseguido que un vino australiano no desentone con un borgoña, ni un cabernet búlgaro o brasileño desafine entre un orfeón de marcas francesas o italianas. Y esto es lo preocupante, porque de este modo los vinos se van pareciendo unos a otros. Los que satisfacen la demanda del mercado hacen el vino que gusta porque son capaces de hacerlo, sin importar el origen, terroir o distancia.
Esa reflexión está naciendo entre un grupo de enólogos, fundamentalmente propietarios de bodegas que están enfilados hacia el vino con carácter. Una palabra que parece que solo la utilizan los catadores o entendidos porque el resto simplemente dicen que el vino es bueno o es malo. En realidad, ya no hay vino malo (excepto que sea un accidente) sino vino sin carácter, esa es la palabra clave. Hacerlo bien es lo normal, lo difícil es que además sea distinto.
Los elementos de esa reflexión que se suman a la reciente inquietud por conocer mejor los secretos y las calidades de la madera para la crianza, son el dar más importancia al suelo; bajar los rendimientos con podas más inteligentes; no sobrepasar la capacidad de generar calidad -no cantidad- del suelo desarrollando un cultivo ecológico; volver al culto de la cepa vieja que da poca cantidad pero que expresa mucho más el acento de la variedad y suelo.
Hoy más que nunca, tanto en Francia, Italia como recientemente en España, se están reconsiderando viejas prácticas agrícolas. Labores equivocadamente erradicadas por considerarse poco eficaces en términos de calidad, cuando en realidad en ese momento no se contaba con la tecnología actual que pudiera justificar su eficacia.